Luisa despertó temprano esa mañana, se preparó un café y salió a tomar el autobús rojo que pasaba en la parada de la esquina de su piso. Corrió en la estación, pero no llegó. No tuvo más remedio que sentarse en esa banca fría y observar el cielo todavía oscuro. Pensativa, miraba a los que pasaban. Les miraba los pies, creaba historias a cada par de zapatos que le cruzaban enfrente. Cintas rojas, deportivas color amarillo, tacones desgastados, de todo pasó frente a ella. En esa ciudad de dinero hay otras ciudades, hablaba para sí mientras un aire anunciaba la aproximación del tren. La puerta se abrió. Luisa sabía que tenía que abordarlo o de otra forma no podría llegar a su destino. Subió apresurada mientras se escuchaba el último silbido que anunciaba la partida. Con su mochila azul sobre los hombros se acómodo entre la gente, en la esquina del vagón. Se sujetó entre que fuerte y débil al tubo plateado de su derecha. No dejaba de observar. Miraba por arriba de los hombros de las personas, miraba los rostros y miraba los zapatos. Mientras el andar del tren era latente, encontró un par de ojos que seguían su mirada. Se asustó, se sintió descubierta. Luego de pensarlo regresó la vista a esos ojos color miel que la miraban. Mantuvo el contacto. Luego juntos, sus ojos, se perdieron en el silencio.
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